Después de leer la "Trilogía de Nueva York" me quedé con ganas de volver a leer a Paul Auster, dado que me había dejado un sabor agridulce. Por un lado tenía la sensación de haber encontrado un gran narrador. Pero por otro, las historias de la trilogía no me habían acabado de atrapar. Así que me apetecía volver a intentarlo. Nada mejor entonces que usar como test un libro corto, de apenas 100 páginas para verificar ese contraste. Y el resultado me confirma la intuición inicial. Auster es un gran escritor y un gran contador de historias.
"El cuaderno rojo" es una pequeña colección de historias cortas, aparentemente reales (con Auster nunca se sabe donde empieza la realidad y la ficción), que narran algunos momentos de su propia vida o de gente próxima. En particular hacen referencia a las coincidencias, a veces absurdas, a veces increibles por improbables, que en ocasiones marcan la vida de la gente. No es casualidad que el título del magnífico prólogo escrito por Justo Navarro en el libro sea precisamente "El cazador de coincidencias".
Auster aprovecha además para darle otra vuelta de tuerca a la historia escrita en "Ciudad de cristal", las famosas llamadas realizadas en la noche preguntando por el detective Paul Auster. Y también para contar pequeñas anécdotas que reflejan la distinta visión que se puede tener de un acontecimiento en función de la posición que se juega en el mismo.
Como muestra reproduzco un fragmento de un capítulo en el que se narra lo que pudieron ser varios accidentes mortales. En particular me gusta la historia de la niña. Espero que la editorial (Anagrama por cierto), no me denuncie por reproducción ilegal. Y espero también que os guste:
"Una tarde de hace muchos años a mi padre se le caló el coche en un semáforo en rojo. Se había desencadenado una terrible tormenta y, en el preciso momento en que el motor fallaba, un rayo alcanzó un gran árbol de la calle. El tronco del árbol se partió en dos y, cuando mi padre se esforzaba en volver a arrancar el motor (sin darse cuenta de que la mitad superior del árbol estaba a punto de desprenderse), el conductor del coche que lo seguía, viendo lo que iba a suceder, pisó el acelerador y empujó el coche de mi padre más allá del cruce. Un instante después, el árbol se estrellaba contra el suelo, en el sitio exacto que había ocupado el coche de mi padre. Lo que estuvo a punto de convertirse en su final, milagrosamente no pasó de ser una anécdota en la historia inacabada de su vida.
Un año o dos más tarde, mi padre estaba trabajando en el tejado de un edificio en Nueva Jersey. No sé cómo (yo no estaba presente), resbaló del alero y se precipitó al vacío. Otra vez iba de cabeza al desastre, y otra vez se salvó. Un tendedero frenó su caída, y escapó del accidente con apenas unos chichones y algunas magulladuras. Ni siquiera una conmoción. Ni siquiera un hueso roto.
Ese mismo año nuestros vecinos de enfrente encargaron a dos hombres que pintaran su casa. Uno de los trabajadores se cayó del tejado y se mató.
Resulta que la niña que vivía en aquella casa era la mejor amiga de mi hermana. Una noche de invierno, fueron juntas a una fiesta de disfraces (tenían seis o siete años, y yo tenía nueve o diez). Mi padre había quedado en recogerlas después de la fiesta, y, a la hora convenida, yo lo acompañé en el coche. Aquella noche hacía un frío que pelaba, y las calles estaban, cubiertas por traicioneras capas de hielo. Mi padre condujo con prudencia, e hicimos sin problemas el trayecto de ida y, vuelta.
Pero cuando nos detuvimos frente, a la casa de la niña, de repente se desencadenó una serie de acontecimientos inverosímiles. La amiga de mi hermana iba disfrazada de princesa de cuento de hadas. Para completar el disfraz, había cogido un par de zapatos de tacón de su madre, y, como le bailaban los pies en aquellos zapatos, cada paso que daba se convertía en una aventura. Mi padre paró el coche y se apeó para acompañarla hasta su puerta. Yo iba detrás con las chicas, y, para dejar salir a la amiga de mi hermana, me tuve que bajar primero. Me recuerdo de pie en la acera mientras ella conseguía salir, y, en el momento en que la niña sacaba el pie, noté que el coche se deslizaba lentamente marcha atrás, quizá por el hielo, quizá porque mi padre había olvidado echar el freno de mano (no lo sé); pero, antes de que pudiera avisar a mi padre de lo que pasaba, la amiga de mi hermana apoyó en la acera los tacones de su madre y se resbaló. Cayó bajo el coche –que seguía moviéndose–, estaba a punto de morir aplastada por las ruedas del Chevrolet de mi padre. Por lo que puedo recordar, no hizo el menor ruido. Sin pararme a pensar me agaché, le cogí con fuerza la mano derecha y de un tirón la subí a la acera. Un instante después, mi padre notó por fin que el coche se movía. Saltó al asiento del conductor, puso el freno y detuvo el coche. Desde el principio hasta el final, la cadena completa de desgracias no debió de durar más de ocho o diez segundos.
Durante años he tenido la sensación de que éste había sido el momento más hermoso de mi vida. Había salvado la vida de una persona, y, retrospectivamente, siempre me ha sorprendido la rapidez con que reaccioné, la seguridad de mis movimientos en aquella situación crítica. Volvía a imaginarme el salvamento una y otra vez; una y otra vez revivía la sensación de sacar a la niña de debajo del coche.
Un par de años después de aquella noche, nuestra familia se mudó de casa. Mi hermana perdió el contacto con su amiga, y yo no volví a verla hasta quince años más tarde. Era junio, y mi hermana y yo habíamos vuelto a la ciudad a pasar unos días. Por casualidad su antigua amiga apareció y nos saludó. Había crecido mucho, ahora era una joven de veintidós años recién licenciada, y debo decir que sentí un cierto orgullo al ver que había llegado a adulta sana y salva. Sin darle importancia, hice alusión a la noche en que la había sacado de debajo del coche. Tenía curiosidad por saber cómo recordaba su encuentro con la muerte, pero por la expresión de su cara cuando le hice la pregunta era evidente que no recordaba nada. Una mirada vaga. Un leve fruncimiento de cejas. Un encogimiento de hombros. ¡No recordaba nada!
Entonces me di cuenta de que no se había enterado de que el coche se movía. Ni siquiera se había enterado de que estaba en peligro. Todo el incidente había durado lo que dura un relámpago: diez segundos de su vida, un intervalo sin consecuencias, que no había dejado en ella el menor rastro. Para mí, sin embargo, aquellos segundos habían sido una experiencia definitiva, un acontecimiento extraordinario de mi historia íntima. Lo que más me asombra es admitir que estoy hablando de algo que sucedió en 1956 o 1957, y que la niña de aquella noche tiene ahora más de cuarenta años."