"De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados; de plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por una granada de plata; de plata los jarros de vino amartillados por los trabajadores de la plata; de plata los platos pescaderos con su pargo de plata hinchado sobre un entrelazamiento de algas; de plata los saleros, de plata los cascanueces, de plata los cubiletes, de plata las cucharillas con adorno de iniciales..."
Otra pequeña maravilla. Un texto imprescindible. De Vivaldi a Louis Amstrong, pasando por Nicolás Guillén. Carpentier publica este texto en 1974, treinta años después del viaje a la semilla. Y en él vuelca su prosa barroca, su inmenso vocabulario, sus enciclopédicos conocimientos musicales y su maravillosa imaginación.
Basada en un hecho histórico real, la composición y estreno en Venecia, en 1773, de una ópera de Vivaldi sobre la figura de Motezuma (sic), Carpentier nos cuenta el viaje a Europa de un indiano y su criado en busca de instrumentos musicales. A partir de aquí, la historia se abre al contraste entre los continentes en un juego permanente en el que se mezcla realidad y ficción, presente y futuro, y en el que Haendel y Scarlatti conviven y opinan sobre Strawinski o Wagner.
Antes de reproducir uno de los fragmentos centrales del libro, no resisto la tentación de copiar este párrafo sobre mi ciudad. Creo que Carpentier visitó Valencia en 1937, en el II Congreso de escritores antifascistas para la defensa de la Cultura.
"Valencia les agradó porque allí volvían a encontrar un ritmo de vida, muy despreocupado de relojes, que les recordaba el 'no hagas mañana lo que puedas dejar para pasado mañana' de sus tierras de atoles y ajiacos."
Reproduzco aquí uno de los fragmentos centrales del libro. Creo que también se puede encontrar completo en la red, en alguna biblioteca virtual.
“¡Ahora!” —aulló Antonio Vivaldi, y todo el mundo arrancó sobre el “Da capo”, con tremebundo impulso, sacando el alma a los violines, oboes, trombones, regales, organillos de palo, violas de gamba, y a cuanto pudiese resonar en la nave, cuyas cristalerías vibraban, en lo alto, como estremecidas por un escándalo del cielo.
Acorde final. Antonio soltó el arco. Doménico tiró la tapa del teclado. Sacándose del bolsillo un pañuelo de encaje harto liviano para tan ancha frente, el sajón se secó el sudor. Las pupilas del Ospedale prorrumpieron en una enorme carcajada, mientras Montezuma hacía correr las copas de una bebida que había inventado, en gran trasiego de jarras y botellas, mezclando de todo un poco... En tal tónica se estaba, cuando Filomeno reparó en la presencia de un cuadro que vino a iluminar repentinamente un candelabro cambiado de lugar. Había ahí una Eva, tentada por la Serpiente. Pero lo que dominaba en aquella pintura no era la Eva flacuchenta y amarilla —demasiado envuelta en una cabellera inútilmente cuidadosa de un pudor que no existía en tiempos todavía ignorantes de malicias carnales—, sino la Serpiente, corpulenta, listada de verde, de tres vueltas sobre el tronco del Árbol, y que, con enormes ojos colmados de maldad, más parecía ofrecer la manzana a quienes miraban el cuadro que a su víctima, todavía indecisa —y se comprende cuando se piensa en lo que nos costó su aquiescencia— en aceptar la fruta que habría de hacerla parir con el dolor de su vientre. Filomeno se fue acercando lentamente a la imagen, como si temiese que la Serpiente pudiese saltar fuera del marco y, golpeando en una bandeja de bronco sonido, mirando a los presentes como si oficiara en una extraña ceremonia ritual, comenzó a cantar:
— “Mamita, mamita,
ven, ven, ven.
Que me come la culebra,
ven, ven, ven.
—Mírale lo sojo
que parecen candela.
—Mírale lo diente
que parecen filé.
—Mentira, mi negra,
ven, ven, ven.
Son juego é mi tierra,
ven, ven, ven”.
Y haciendo ademán de matar la sierpe del cuadro con un enorme cuchillo de trinchar, gritó:
— “La culebra se murió,
ca-la-ba-són,
Son-són.
Ca-la-ba-són,
Son-són”.
— “Kábala-sum-sum-sum” —coreó Antonio Vivaldi, dando al estribillo, por hábito eclesiástico, una inesperada inflexión de latín salmodiado. “Kábala-sum-sum-sum” — coreó Doménico Scarlatti. “Kábala-sum-sum-sum” —coreó Jorge Federico Haendel. “Kábala-sumsum-sum” —repetían las setenta voces femeninas del Ospedale, entre risas y palmadas. Y, siguiendo al negro que ahora golpeaba la bandeja con una mano de mortero, formaron todos una fila, agarrados por la cintura, moviendo las caderas, en la más descoyuntada farándula que pudiera imaginarse —farándula que ahora guiaba Montezuma, haciendo girar un enorme farol en el palo de un escobillón a compás del sonsonete cien veces repetido. “kábalasum-sum-sum”. Así, en fila danzante y culebreante, uno detrás del otro, dieron varias vueltas a la sala, pasaron a la capilla, dieron tres vueltas al deambulatorio, y siguieron luego por los corredores y pasillos,subiendo escaleras, bajando escaleras, recorrieron las galerías, hasta que se les unieron las monjas custodias, la hermana tornera, las fámulas de cocina, las fregonas, sacadas de sus camas, pronto seguidas por el mayordomo de fábrica, el hortelano, el jardinero, el campanero, el barquero, y hasta la boba del desván que dejaba de ser boba cuando de cantar se trataba —en aquella casa consagrada a la música y artes de tañer, donde, dos días antes, se había dado un gran concierto sacro en honor del Rey de Dinamarca...
“Ca-laba-són-són-són” —cantaba Filomeno, ritmando cada vez más. “Kábala sum-sum-sum” —respondían el veneciano, el sajón y el napolitano. “Kábala-sum-sum-sum” —repetían los demás, hasta que, rendidos de tanto girar, subir, bajar, entrar, salir, volvieron al ruedo de la orquesta y se dejaron caer, todos, riendo, sobre la alfombra encarnada, en torno a las copas y botellas.
PD: En mi viejo ejemplar de Siglo veintiuno de españa editores, aparece a lápiz una anotación: 150. Pesetas, claro. Menos de un euro. Nostalgia. Pero cualquiera tiempo pasado no fue mejor.