Dejadme que reproduzca lo que escribía ayer Javier Marías en El País, antes del gol de Iniesta:
"HOY ES SOLO HOY"
La situación es tan insólita que ni siquiera sabemos bien cómo vivirla. Hace doce años, cuando el Real Madrid podía conquistar su séptima Copa de Europa, escribí aquí un artículo titulado “Hoy no sólo hoy”, en el que decía que también era cada uno de los lejanos días de infancia en que mi equipo favorito había disputado el mismo título, con Di Stéfano, Zárraga, Puskas, Gento o Velásquez. Hoy, en cambio, no puede ser más que hoy, porque España jamás había aspirado a una Copa del Mundo, ni siquiera a una semifinal. Carecemos de referencias y, en contra de lo que es frecuente en el fútbol, no podemos apoyarnos en ninguna situación pasada que ni remotamente se le asemeje. Nuestros rivales sí, pues su inolvidable selección de 1974, con Cruyff a la cabeza, perdió inmerecidamente la Final de aquel año ante el anfitrión, Alemania, y, ya sin Cruyff, en 1978, volvió a perderla ante otro anfitrión, Argentina, y ante la dictadura militar de aquel país, que tanto manipuló su Mundial. Por eso se viene insistiendo en que el fútbol tiene una deuda con Holanda, que hoy por fin se saldará.
Lo lamento, pero no creo que vaya a ser esta la ocasión, precisamente por una cuestión de justicia: no sería justo que aquellos extraordinarios Cruyff, Neeskens, Rep, Rensenbrink, sigan sin su título por toda la eternidad -así será en todo caso- y en cambio lo posean quienes no son sus herederos en el juego, aunque sí lo sean en la camiseta. Más herederos de su concepción del fútbol veo a sus rivales de hoy: Xavi, Iniesta, Villa, Ramos, Puyol, Piqué, Alonso, Casillas y demás. Si bien, desde mi memoria, éstos lo sean todavía más de otro equipo latino no lo suficientemente apreciado: la Italia de 1982, la de Paolo Rossi y Tardelli, que, si no dominaban el juego como la España actual, sí eran capaces de pasarse el balón cerca o dentro del área con las mismas precisión y fatalidad para el contrario. Ya lo ven: hay que buscar referencias ajenas porque no vislumbramos ninguna propia.
Quienes desdeñan el fútbol y lo ven como cosa de “hordas” no parecen haberse parado mucho a pensar en la alegría o tristeza desinteresadas que provoca en millones de personas a la vez. Que un equipo gane o pierda no nos va a cambiar a ninguno la vida: al que le vaya mal le seguirá yendo mal y el que sea feliz no verá mermada por una derrota su felicidad esencial. Nadie será más rico ni más pobre por eso, nadie saldrá del paro ni ingresará en él. Y sin embargo, en qué pocas ocasiones salta la gente de júbilo al mismo tiempo, o baja la cabeza con melancolía y dignidad. El efecto de la victoria o de la derrota no es duradero, digamos que se desvanece a las cuarenta y ocho horas. Más o menos como el efecto que nos produce la visión de una gran película, o la lectura de una deslumbrante novela, o escuchar una música sobrecogedora, o la contemplación de un cuadro turbador. Tampoco en el arte nos va ni nos viene, respecto a nuestra vida personal. Abrimos la cubierta de un libro, se apagan las luces de un teatro o de un cine, y sabemos que aquello no nos atañe de veras, que nos prestamos a una convención. La emoción que experimentamos es también desinteresada, y la exultación o la desolación que sentimos a su término son sólo simbólicas, vicarias y artificiales, pero a veces más punzantes que las de la vida real. No podemos desdeñarlas.
Quienes desdeñan el fútbol y lo ven como cosa de “hordas” no parecen haberse parado mucho a pensar en la alegría o tristeza desinteresadas que provoca en millones de personas a la vez. Que un equipo gane o pierda no nos va a cambiar a ninguno la vida: al que le vaya mal le seguirá yendo mal y el que sea feliz no verá mermada por una derrota su felicidad esencial. Nadie será más rico ni más pobre por eso, nadie saldrá del paro ni ingresará en él. Y sin embargo, en qué pocas ocasiones salta la gente de júbilo al mismo tiempo, o baja la cabeza con melancolía y dignidad. El efecto de la victoria o de la derrota no es duradero, digamos que se desvanece a las cuarenta y ocho horas. Más o menos como el efecto que nos produce la visión de una gran película, o la lectura de una deslumbrante novela, o escuchar una música sobrecogedora, o la contemplación de un cuadro turbador. Tampoco en el arte nos va ni nos viene, respecto a nuestra vida personal. Abrimos la cubierta de un libro, se apagan las luces de un teatro o de un cine, y sabemos que aquello no nos atañe de veras, que nos prestamos a una convención. La emoción que experimentamos es también desinteresada, y la exultación o la desolación que sentimos a su término son sólo simbólicas, vicarias y artificiales, pero a veces más punzantes que las de la vida real. No podemos desdeñarlas.
Hoy nos espera lo uno o lo otro, exultación o desolación. Tengo para mí que será lo primero. Precisamente por carecer de referencias pasadas, España llega a esta Final con la confianza de los inocentes, que además de “libres de culpa”, significa “que desconocen una cosa”. Desconocemos esa alegría máxima e incluso su posibilidad, luego no podremos echarla de menos ni comparar con “aquella otra vez”. También hay algo inocente en nuestros jugadores y en nuestro seleccionador: de hecho, Del Bosque resulta conmovedor en su honradez, en su modestia y en su educación. Él es el primero en saber que hoy es sólo hoy, que nunca ha habido un antes y que la alegría está intacta y nueva, todavía por estrenar.
JAVIER MARÍAS
El País, 11 de julio de 2010
El País, 11 de julio de 2010
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