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Empezando a comprar material de lectura para el principio de curso, una librería de Valencia, utilizando las mejores técnicas del merchandising, me incita a la compra impulsiva. Pero en este caso, en lugar de las pilas o los caramelos de última hora, el material ofrecido son pequeños títulos de una colección de la que ya he hablado en estas páginas: Paisajes narrados, de Editorial Minúscula. Y entre los títulos, descubro un libro que no conocía: ”Roma”, del ruso (ucraniano en realidad), Nikolái Vasílievich Gógol.
Al parecer, Gógol pasó casi cinco años viviendo en Italia y Alemania, y viajó también por Francia y Suiza. Entre 1838 y 1842 vivió en Roma, en la Via Sistina. En esta época, que marca su período de mayor creatividad, escribe sus novelas más conocidas, Almas muertas y la histórica Taras Bulba. El impacto que le causó su estancia en Roma le llevó a empezar una novela, de la cual este texto podría ser un fragmento inicial, si bien nunca la continuó, publicándola en su forma actual. Por eso, otros piensan que el texto fue escrito así voluntariamente.
Y es que, el inicio del breve texto, desorienta. Como nos cuenta la contraportada, la bellísima Annunziata deslumbra a un joven príncipe romano. «Intenta mirar un relámpago en el instante mismo en que irrumpe como un torrente de resplandor por entre las nubes negras como el carbón. Así son los ojos de Annunziata de Albano». Pero cuando todo parece indicar que se trata del comienzo de una historia de amor, descubrimos que la verdadera historia de amor es con Roma.
Después de un pasaje en el que Gógol nos cuenta la estancia del príncipe en París, ciudad sobre la que descarga todas sus críticas, el autor realiza un canto apasionado de la Roma vivida, de sus monumentos, gentes, paisajes, con una prosa extraordinaria, que nos permite pasear por sus calles y contemplarlas con la mirada del enamorado. Gógol nos transmite su entusiasmo por una Roma eterna, que refleja todos los valores en los que cree, y sobre todo, lo hace con una belleza encantadora, al hablar de los rincones, las piedras, las iglesias, el arte. Sus palabras lo hacen de mejor forma que cualquier imagen, porque alcanzan el alma de la ciudad, y permanecen porque esa alma también perdura.
Pero sobre todo el final es espectacular y no resisto a transcribirlo. En su búsqueda, poco intensa por otra parte, de la hermosísima Annunziata, el príncipe sube al Gianicolo, y Gógol escribe una de los párrafos más bellos que he leído sobre la ciudad, una auténtica declaración de amor: