“Tres balas de pieles de cibelina y de marta, ciento doce panni de lana, nueve rollos de satén de Bérgamo, otros tantos de terciopelo florentino dorado, cinco barriles de nitrato de potasio, dos cajas de espejos y un pequeño joyero: he aquí lo que desembarca tras Michelangelo Buonarroti en el puerto de Constantinopla el jueves 13 de mayo de 1506. Apenas la fragata está amarrada, el escultor salta a tierra firme. Vacilante tras seis días de fatigosa navegación. No hay constancia del nombre del drogmán griego que le está esperando, llamémosle Manuel; en cambio sí se conoce el del comerciante que le acompaña, Giovanni di Francesco Maringhi, florentino instalado en Estambul desde hace ya cinco años. Las mercaderías le pertenecen. Es un hombre afable, contento de conocer al escultor del David, ese héroe de la república de Florencia.
Evidentemente, entonces Estambul era muy distinta. Para empezar se llamaba Constantinopla. Santa Sofía reinaba en solitario sin la Mezquita Azul, la orilla oriental del Bósforo estaba desolada, el gran bazar todavía no era esa inmensa telaraña en la que se pierden los turistas del mundo entero para que los devore. El Imperio ya no era romano, ni era todavía el Imperio; la ciudad basculaba entre otomanos, griegos, judíos y latinos; el sultán tenía por nombre Beyazid, el segundo, apodado el Santo, el Piadoso, el Justo. Florentinos y venecianos le llamaban Bajazeto, los franceses Bajazet. Era un hombre sabio y discreto que reinó treinta y un años; gustaba del vino, de la poesía y de la música; no le hacía ascos a los jovencitos ni tampoco a las jovencitas; apreciaba las ciencias y las artes, la astronomía, la arquitectura, los placeres de la guerra, los caballos rápidos y las armas afiladas. Se desconoce qué lo llevó a invitar a Miguel Ángel Buonarroti, de los Buonarroti de Florencia, a viajar a Estambul, aunque el escultor ya gozaba en Italia de una gran fama. A sus treinta y un años, muchos veían en él al mayor artista de todos los tiempos. A menudo lo comparaban con el inmenso Leonardo, veinte años mayor que él.
Aquel año Miguel Ángel dejó Roma por un arrebato el sábado 17 de abril, víspera de la colocación de la primera piedra de la nueva basílica de San Pietro. Ya había ido cinco veces seguidas a rogarle al papa que honrase su promesa de dinero en metálico. Lo echaron de allí.”
Mathias Enard (Niort, Francia, 1972) ha escrito una pequeña gran novela sobre el viaje real que realizó Miguel Angel a Estambul en 1506. Narrada en un tono casi poético, la novela es un fresco magnifico en el que delicadamente Enard reflexiona sobre la belleza, la creación, el arte o el contraste entre Oriente y Occidente. Y a la vez es un gran retrato histórico de la época y de las dos culturas y una excelente aproximación a la personalidad de Miguel Angel.
Como la pereza de Agosto me sigue dominando, os dejo algunos enlaces sobre la obra y el autor:
http://www.elpais.com/articulo/portada/Conspiraciones/celos/eternos/arte/elpepuculbab/20110611elpbabpor_25/Tes
http://www.elpais.com/articulo/portada/fisuras/belleza/elpepuculbab/20110611elpbabpor_29/Tes
http://www.elcultural.es/noticias/LETRAS/1629/Mathias_Enard_la_palabra_justa
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