La historia se repite, pero muchas veces lo hace en forma de esperpento. En este verano en el que la casa de Alba vuelve a estar de moda, vale la pena leer a Manuel Vicent hablando de su amigo Jesús Aguirre. Dos botones de muestra. Primero, el texto de presentación del libro del propio Vicent:
Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario.
Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia.
Y en segundo lugar, un fragmento del libro en el que Vicent cuenta como fue nombrado biógrafo de Aguirre con el Rey como testigo. Como dicen los italianos, se non è vero, è ben trovato:
"1985 - De cómo fui nombrado biógrafo del duque ante el rey de España con un chorizo de Cantimpalos en la mano
El 23 de abril de 1985, en la Universidad de Alcalá, el novelista Torrente Ballester acababa de pronunciar en el paraninfo el discurso de aceptación del Premio Cervantes, y después de la ceremonia, con la imposición de la inevitable medalla, se celebraba un vino español en el severo claustro renacentista alegrado con algunas flores y setos trasquilados. Bandejas
de canapés y chorizos de Cantimpalos, cuya grasa brillaba de forma obscena bajo un sol de primavera, pasaban a ras del pecho de un centenar de invitados, gente de la cultura, escritores, políticos, editores, poetas. Uno de ellos era Jesús Aguirre, duque de Alba. Lo descubrí en medio del sarao, transfigurado, redivivo, como recién descendido del monte Tabor. Me acerqué y le dije bromeando: «Jesús, ¿puedo tocarte para comprobar si eres mortal?». El duque me contestó: «Querido, a ti te dejo que me toques incluso las tetillas». Vista la proposición, expresada con una dosis exacta de ironía y malicia, le confesé que me proponía saludar al Rey, pero que en este caso prefería la compañía de un Alba a la de un Borbón. «¿No conoces a Su Majestad?» El duque tiró de mí para conducirme ante la presencia del monarca. Saludar al Rey después del frustrado golpe de Tejero del 23-F era un acto que estaba ya bien visto, incluso era buscado por los ácratas más crudos. El anarquista celeste Gil-Albert, poeta de la generación del 27, regresado del exilio de México, me dijo un día: «He rechazado muchas invitaciones a palacio, pero ahora no me importaría ir a Madrid a darle la mano a ese chico».
Don Juan Carlos vestía chaqué, empuñaba una vara de mando, se adornaba con el toisón de oro, un collarón con catorce chapas doradas, instituido en 1430 por Felipe III de Borgoña en honor de sus catorce amantes, que al parecer tenían todas el sexo rubio, como el vellocino de oro. Nuestro Rey lucía esa orden y ahora estaba rodeado de tunos cuarentones que se daban con la pandereta en la cabeza, en el codo, en las nalgas, en los talones y le cantaban asómate al balcón carita de azucena y no sé qué más, como si fuera una señorita casadera. Jesús Aguirre se abrió paso en el enjambre de guitarras y plantado ante el Rey dijo muy entonado: «Majestad, le presento a mi futuro biógrafo». Y a continuación pronunció mi nombre y apellido, mascando con fruición las sílabas de cada palabra. El Rey echó el tronco atrás con una carcajada muy espontánea y exclamó: «Coño, Jesús, pues como lo cuente todo, vas aviado». Esta salida tan franca no logró que el duque agitara una sola pestaña, sino una sonrisa cínica, marca de la casa. En ese momento, entre el rey de España, el duque de Alba y este simple paisano apareció a media altura una bandeja de aluminio llena de chorizos de regular tamaño, cada uno traspasado por un mondadientes, como se ven en la barra de los bares de carretera a merced de los camioneros. Una señora vestida en traje regional, de alcarreña o algo así, ofreció el presente con estas palabras: «¿Un choricito, Majestad?». Y Su Majestad exclamó: «¡Hombre, un chorizo! ¡Venga, a por él!». Jesús Aguirre, obligado tal vez por el protocolo, alargó también la mano. Con un chorizo ibérico en el aire trincado con el mondadientes, Su Majestad me dijo: «Y tú qué, ¿no te animas?». Contesté algo confuso: «No puedo, señor, estoy cultivando una úlcera de duodeno con mucho cariño».
Con la boca llena de chorizo, ni el Rey ni el duque podían emitir palabra alguna y menos una opinión que no fuera el placer que se les escapaba a través de una mirada turbia, y por mi parte yo no encontraba un pensamiento que fuera el apropiado para la ocasión. Mientras ambos en silencio salivaban el don del cerdo, pude contemplar cómo por la barbilla real y por la comisura del duque se deslizaba una espesa veta de grasa, imagen de una felicidad que más que a la monarquía y al ducado correspondía al pueblo llano. «No sabes lo que te pierdes», dijo el rey de España cuando ya pudo hablar. Los tunos habían acompañado este encuentro con la canción de Clavelitos y luego se fueron a dar la tabarra a otros invitados."
¿A que vale la pena apagar la tele?.
2 comentarios:
No sé cómo estará el libro, pero al leer tu reseña me has sacado más de una sonrisa. Lo anoto para echarle una ojeada en nuestra próxima visita a la librería
Un saludo
Lourdes
Lourdes:
Es un libro entretenido, divertido en algunos momentos, y sobre todo, bien escrito. Y puestos a cotillear, mejor hacerlo de la mano de Vicent.
Saludos
Publicar un comentario